Por Pedro Miguel. El problema no es que el cadáver de Michael Brown tenga vestigios de mariguana, como lo afirman las autoridades de Ferguson, Misuri, sino que tiene dos balazos en la cabeza. El problema no es que el joven negro tenga antecedentes penales o no los tenga, sino que tales antecedentes, reales o supuestos, han sido esgrimidos por la policía local como argumento exculpatorio del policía que lo mató.
El problema no es que Brown haya sido ejecutado a distancia, cuando intentaba rendirse, como lo indican los resultados de la segunda autopsia realizada por Michael Baden a petición de la familia del difunto, sino la versión oficial de que el victimario disparó sobre la víctima a corta distancia durante un forjeceo en el que el muchacho intentaba despojar de su arma al agente del orden.
El abuso policial, la extralimitación de un uniformado en sus labores, son cosas inevitables que ocurren y que seguirán ocurriendo en todas las corporaciones policiales del mundo. No hay exámenes de admisión ni protocolos de actuación ni leyes lo suficientemente estrictas para eliminar del todo la posibilidad que, de cuando en cuando, un policía actúe en forma indebida y viole los derechos humanos de la ciudadanía, incluso en el grado de asesinato.
Y como no hay manera de garantizar que hechos de esa naturaleza no ocurrirán nunca, con todo y sus secuelas dolorosas e indignantes, es necesario disponer, al interior de las corporaciones policiales y fuera de ellas, de mecanismos institucionales de investigación, procuración e impartición de justicia para asegurar que el abuso policial sea excepción y no regla, y que los empleados públicos encargados de hacer cumplir las leyes no se dediquen a violarlas en forma sistemática.
Si ante los primeros indicios de que un muchacho había sido asesinado sin motivo por un policía las autoridades de Ferguson hubiesen iniciado de inmediato el esclarecimiento de los hechos, si hubieran actuado con transparencia y no hubiesen intentado escamotear a la sociedad hasta el nombre del presunto culpable, esa localidad de Misuri de 20 mil habitantes no se habría visto sacudida por una rebelión sorda que ha dejado ya una estela de destrucción y heridas y que ha escalado hasta el punto de que el gobernador de Misuri ha debido establecer el toque de queda y movilizar a la Guardia Nacional para contener los desmanes. Simplemente, los familiares del difunto Michael Brown estarían viviendo días de duelo y desesperanza, el presunto culpable de su muerte, el policía Darren Wilson, estaría sujeto a un proceso penal por homicidio –y no, como ahora, en libertad y suspensión laboral con salario– y las calles de Ferguson estarían en paz.
Pero el cuerpo de Michael Brown tiene cuatro heridas de bala en el brazo, una más en el cuello y otras dos, las últimas, en la cara y en la cabeza, y la secuencia de las lesiones parece indicar que el muchacho, ya herido, sufrió dos tiros de gracia; es decir, que fue ejecutado por su agresor, y los superiores de éste han realizado todos los esfuerzos posibles por encubrirlo.
El problema de Ferguson no es un muchacho muerto a manos de la policía, sino la sucesión de muertos, lesionados, pateados y agredidos sin necesidad ni justificación reglamentaria por agentes del orden a lo largo y a lo ancho de Estados Unidos, así como la alta prevalencia de total impunidad en tales sucesos.
Y el problema de Ferguson no es nada más la impunidad, sino el hecho de que ésta se encuentre tan estrechamente asociada a una discriminación estructural. El que Michael Brown fuera negro y su agresor sea blanco no es, por sí mismo, indicativo de nada. Pero esas condiciones se inscriben en un patrón sistemático confirmado por la estadística. El problema no es una sociedad formada por blancos y negros –además de todas las otras categorías empleadas por el sistema racista estadunidense para clasificar a su población–, sino una sociedad que pone a sus integrantes blancos a trabajar en la policía y a sus negros, a operar en la delincuencia: de los 56 elementos policiales de la revuelta localidad de Misuri, sólo tres son negros. Pero a escala nacional dos de cada tres negros estadunidenses van a la cárcel en algún momento de su vida.
Y el problema no es únicamente la persistencia del racismo en Estados Unidos sino que el régimen político realice tantos esfuerzos por ocultar esa realidad –como los desplegados por las autoridades de Ferguson para engañar a la sociedad y para darle impunidad al presunto policía de la localidad–, incluso el de poner a un negro en la presidencia del país. Y ese pobre hombre, el señor presidente, tiene ahora el cadáver de Michael Brown sobre su escritorio de la oficinal oval y, evidentemente, no tiene la menor idea de qué hacer con él.
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