La masacre del 2 de mayo en la Casa de los Sindicatos de Odessa supuso un punto de inflexión en el conflicto ucraniano, tanto en el aspecto militar como en la percepción de los hechos. Pese a que la situación se había complicado ya tras el fracaso de las conversaciones de Ginebra en abril, la escalada de violencia comenzó precisamente tras los sucesos de Odessa. El ejército ucraniano comenzaba entonces su operación militar, principalmente centrada en Slavyansk, donde Igor Strelkov y las
primeras formaciones de la milicia trataban de defender la ciudad a la espera de una intervención rusa que no iba a llegar.
Pese a las palabras de Poroshenko, que como candidato decía abogar por un plan que garantizara la paz y que posteriormente hablaba de una operación antiterrorista que debía durar horas y no semanas, el mes de mayo es el momento decisivo en la escalada del conflicto. La respuesta militar ucraniana a un conflicto político en el que los residentes de Donbass exigían cierta autonomía y garantías lingüísticas, hacía inevitable la confrontación.
El terrible estado en que se encontraba entonces el ejército ucraniano, sin unidades preparadas para el combate y sin un comando capaz de dirigir una operación que pudo haber durado unas horas, hizo posible para la milicia aguantar esas primeras semanas y proceder a entrenar a sus soldados y armarse para una lucha que iba a ser larga. A lo largo del mes de mayo se producían los primeros combates y las milicias se lanzaban, cometiendo errores que costaron la vida a demasiados de sus hombres, a capturar los puestos de frontera y las bases de la guardia nacional en Lugansk y Donetsk.
Aunque no dejó un número de víctimas tan elevado como el que se produjo en Odessa, el 2 de junio de 2014 la dureza de las imágenes mostraba claramente el desarrollo de los hechos: ya no se trataba de una insurrección, ya no era un conflicto político mal llevado. Es difícil poner fecha al inicio de la guerra, pero las imágenes de la tarde del 2 de junio en el centro de Lugansk marcaban un punto de no retorno. El conflicto ya había comenzado semanas antes, ya se habían producido grandes bajas tanto en la población civil como entre las partes en conflicto y las milicias trataban entonces de apoderarse de los puestos fronterizos. Había comenzado una guerra que ya no podía ignorarse.
Tratando de mantener el control de sus fronteras, cuya pérdida iba a ser un primer shock y otra muestra más de la poca preparación del ejército, el comando ucraniano hacía uso de su aviación, principal ventaja con respecto a las milicias. El 2 de junio, el Gobierno ucraniano anunciaba haber destruido varios puestos de control de las milicias con 150 ataques aéreos. Ucrania admitía el uso de su aviación en la zona de Lugansk, pero negaba categóricamente haber bombardeado el edificio de la administración regional de Lugansk, en pleno centro de la ciudad.
Pese al informe de la misión de observación de la OSCE, que hablaba de un bombardeo aéreo, el Gobierno ucraniano, y gran parte de la prensa, negaban esa versión. Las imágenes de víctimas, en su mayoría mujeres, junto al edificio ya se habían extendido por la red cuando comenzó el cruce de acusaciones. Desde organizaciones ucranianas hacían circular desde la hipótesis del fallo de un misil antiaéreo hasta la alocada hipótesis de que había explotado el aire acondicionado del edificio. Con demasiadas evidencias de que se había tratado de un ataque aéreo, quizá en una localización equivocada cuando se trataba de bombardear un puesto de control, el Gobierno ucraniano pasaba a su segunda estrategia: culpar a la aviación rusa.
Igual que la imagen Kristina y su hija, yaciendo sin vida en un parque de Gorlovka, la imagen de Inna Kukurudza, debió ser suficiente para que las autoridades europeas despertaran de su letargo. Eran los días en los que día tras día, Jenn Psaki agradecía la moderación del Gobierno ucraniano. Mientras tanto, y con una calma fuera de lo normal teniendo en cuenta las circunstancias, Inna Kukurudza, aquella mujer de rojo a la que las bombas habían arrancado las piernas, pedía, por favor, un teléfono para llamar a su hija. Un vídeo posterior mostraba a Inna inmóvil, inconsciente. Su vida acabó en la ambulancia que la trasladaba al hospital.
Puede que la muerte de ocho civiles, cinco mujeres y tres hombres, en el bombardeo de un edificio administrativo del centro de Lugansk no supusiera un punto de inflexión en la guerra, pero la ausencia de reacción y de crítica a los hechos por parte de los aliados occidentales del Gobierno ucraniano sí supone un punto de no retorno y la aceptación implícita de una guerra que debieron haber sido capaces de evitar.
Petro Poroshenko tomaría posesión del cargo de presidente de Ucrania cinco días después. En esas semanas, había prometido dedicar sus esfuerzos a acabar con los terroristas. Un año después, su retórica no ha cambiado. La semana pasada, el presidente utilizaba términos como vagos, maleantes o ateos para definir a los líderes de las Repúblicas Populares. Nada queda de las palabras de Poroshenko, que afirmaba antes de ser investido presidente que su primer viaje no sería a Moscú, Bruselas o Berlín sino a Donetsk y Lugansk.
Igual que Europa y Estados Unidos, el Gobierno de Poroshenko se ha escudado este año en la supuesta presencia de tropas rusas en Donbass para justificar su error de cálculo. Ucrania infravaloró la capacidad de resistencia de la población de Donbass, a la que ha tratado de someter con insultos, descalificaciones, bombardeos y un bloqueo económico que se niega a levantar. Y Europa, defensora selectiva de los derechos humanos en lugares en los que quiere intervenir militarmente, ha mantenido un cómplice silencio, aprobando con su ausencia de crítica las ofensivas ucranianas y alzando la voz únicamente en los casos en los que ha podido culpar al bando rebelde.
Naciones Unidas ha cifrado en al menos 6.400 el número de fallecidos en la guerra, 200 de ellos niños, admitiendo que se trata de un número estimado y probablemente mucho más bajo que el dato real. Más de 16.000 personas han resultado heridas, muchas de ellas sufrirán secuelas de por vida. Los daños materiales son incalculables, como lo es también el sufrimiento y el odio que ha causado esta guerra.
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