sábado, 1 de agosto de 2015

Visiones desde el Norte

Por Omar Rafael García Lazo. - Hagamos un ejercicio básico. Intentemos ponernos en las botas, o en los zapatos, como se prefiera, del establishment estadounidense, para apreciar, con un poco de nitidez gringa la visión que tienen sobre el “problema cubano”.

Tengamos en cuenta antes un elemento imprescindible: más allá del consenso imperial que existe en ese país respecto a temas prioritarios para la Unión, prevalecen dos grandes tendencias políticas con muchísimos puntos en común, pero también con diferencias, no esenciales, sino de métodos.

Una de estas tendencias está compuesta por los conservadores, y entre ellos los
neoconservadores, y se agrupan en su mayoría en el Partido Republicano. Por otro lado están los liberales, unos más, otros menos, pero la mayoría se congrega en el Partido Demócrata.

Por supuesto, ninguna de estas tendencias es monolítica. En el sistema político estadounidense, desde su fundación, los sectores más adinerados juegan un rol protagónico, en tanto sus contribuciones son imprescindibles para hacer política y la medida del monto determina la influencia y el consecuente curso de las decisiones de la Presidencia y el Congreso. Por eso no sorprende ver a un republicano votando con los demócratas o a un demócrata apoyando políticas republicanas. Ya lo había descrito Martí desde allí mismo en 1885: “…el gobierno de la nación se ha ido escapando de las manos de los ciudadanos y quedando en las de las grandes traíllas que con él comercian”.

Pero volvamos a Cuba. Ambas tendencias están de acuerdo en un punto: Hay que acabar con la Revolución Cubana. Las diferencias entre ellas y en cada una internamente giran en torno a los métodos.

La tendencia conservadora, con sus disidencias nada despreciables, considera que ha sido un error el “acercamiento” de Obama a Cuba. Los neocons, anclados en una visión de guerra fría y permeados por viejos rencores, afirman que el mejor método para acabar con la Revolución cubana es el de las presiones, el cerco económico y financiero y la maquillada pero vieja guerra no convencional, más cuando está de salida la generación histórica, con su autoridad incólume.

Los conservadores de línea dura consideran que es necesario mantener y reforzar el bloqueo y la actividad subversiva para que, combinados con las consecuencias de más de 20 años de crisis económica, produzcan un debilitamiento ideológico y un resquebrajamiento del consenso interno que obliguen a la nueva generación de dirigentes cubanos -la que según ellos, partiendo de su lógico pensamiento pragmático, asumiría sin la legitimidad de los históricos- a hacer concesiones, si aspiran a mantenerse en el poder.

Esta tesis la calzan teniendo en cuenta también lo que creen percibir como agotamiento de los procesos revolucionarios y democráticos en América Latina, especialmente Venezuela, en un contexto internacional marcado por el reforzamiento de las potencias globales de sus respectivas áreas naturales de influencia. Por tanto, en la lógica neocons la recuperación de América Latina pasa por una política fuerte hacia los países “disidentes”, como Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Brasil y Argentina; mientras, se contrapone la Alianza del Pacífico a la Celac. Lo interesante de esto es que, a pesar de que la administración en la Casa Blanca es demócrata, la ofensiva contra América Latina es visible. El presidente Correa le ha llamado a estos planes “la restauración conservadora” que busca por encima de todo, derrocar los gobiernos incómodos, recomponer la hegemonía yanqui en la región y frenar el proceso de integración.

Los liberales, más apegados a métodos sutiles y convencidos de que EE.UU. necesita llegar a América Latina por otras vías, se han propuesto explorar un nuevo camino con Cuba, pero, de paso, también terminar con la Revolución.

Obviamente, existe una conjugación de intereses políticos y económicos con la vista puesta en el futuro y sin soslayar en sus análisis las perspectivas que se han abierto con la actualización del modelo económico cubano. Para muchos en EE.UU. es preciso llegar antes del éxito de las reformas en Cuba y mostrarse ante el pueblo cubano como los responsables del despegue. No olvidemos que son expertos en construir imaginarios y sembrar símbolos.

La normalización de la relaciones no significa que se haya puesto punto final a las contradicciones. Hay muchos puntos en común, pero también hay divergencias
(Foto: elestanquillo.com)
Entre estos sectores que respaldan a Obama y que no tienen prisa, no faltan quienes podrían considerar indispensable el avance en el restablecimiento de las relaciones con los históricos en el poder, de modo que los relevistas no tendrían que legitimar ante el pueblo cubano sus acciones frente al enemigo de la Revolución, pues todo estaría bendecido.

Dentro del cúmulo de variantes y posibles lecturas que existen en este bando, no se descarta la posibilidad de que algunos asesores valoren que, para EE.UU., es importante que en Cuba haya estabilidad política, más allá del color del Gobierno, y que los cambios a los que aspira el Imperio se produzcan sin traumas. Ronda en esta tesis la vieja doctrina actualizada de que las reformas económicas llevarán, definitivamente, a cambios políticos.

Es posible que también se haya evaluado en Washington que en Cuba existe un potencial de mano de obra calificada, sana y barata, además de un mercado nada despreciable y ansioso. Estos elementos pudieran ser constantes en los análisis y pesar en las decisiones.

Ante este cuadro, es muy probable que las acciones de subversión las realicen de forma más decente, si es que cabe el término. Lo que sí es un hecho, pues hay precedentes notorios en Europa del Este y en Asia, es que la subversión se encauzará por caminos nada novedosos, pero sí atractivos y viables para los nuevos tiempos, con el fin de atraer pacientemente a sectores académicos, intelectuales, artistas, deportistas, empresariales y juveniles, a los respectivos circuitos homólogos estadounidenses y facilitarles su inserción en ellos. De esta forma intentarán desvincularlos paulatinamente de la institucionalidad cubana, reducir la animadversión histórica contra el Gobierno de EE.UU. de cara a nuevos escenarios e inducirlos a proponer y apoyar cambios en Cuba.

Lo cierto es que la decisión de “avanzar con Cuba” está tomada. EE.UU. tratará de evitar la confrontación en el mediano plazo, con el fin de lograr progresivamente, y en su lógica, una neutralización de la influencia de Cuba en América Latina, asumiendo que la Isla se concentrará en su despegue económico y en mantener un clima de distensión bilateral. Como consecuencia, pudieran pensar en un efecto dominó en el que los gobiernos integracionistas de Latinoamérica y el Caribe se vieran obligados a reducir tensiones y buscar un clima parecido con Estados Unidos.

Es obvio que hay consenso imperial en los objetivos, y la mayoría aprueba los métodos. O sea, todos están de acuerdo en el “qué queremos” con Cuba y hay mayoría en el “cómo lo lograremos”, y a Obama, no se le puede negar que ha sido valiente en atreverse a dar el paso, pero que nadie lo dude: ha sido un paso orgánico. Sería un grave error soslayar realidades e intereses y subestimar fuerzas, más si se olvida que en la esencia de las relaciones entre ambos países subsiste la disyuntiva de hegemonía o soberanía.

Bohemia

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