En su primer año de mandato, el presidente Poroshenko ha repetido hasta la saciedad que no hay problemas internos en Ucrania, por lo que la retirada de tropas rusas del territorio de Donbass supondría el final del conflicto. En la misma línea, aunque de forma aún más alejada de la realidad, se expresó hace unos meses el expresidente Yuschenko, que declaró que “podemos estar en desacuerdo en ciertos temas pero nunca levantaremos un
arma para apuntarnos los unos a los otros, especialmente en un conflicto militar”. Pero esa imagen simplificada de una guerra, que el Gobierno ucraniano trata de presentar como la guerra “ucraniano-rusa”, y del conflicto entre la Ucrania nacionalista y la que no lo es no se corresponde siquiera con la visión que se observa en la zona más nacionalista del país.
El aspecto cultural de la guerra ha sido evidente desde mucho antes de que comenzara la batalla, desde antes incluso de que comenzaran las protestas en Donetsk y Lugansk, mucho antes de la proclamación, en abril de 2014, de las Repúblicas Populares. Pese a los intentos de las autoridades ucranianas de presentar un país unido, sin diferencias culturales y con una visión similar del futuro del país, las diferencias reales que existen entre este y oeste son evidentes no solo en la relación con el pasado y la historia del país o en la simbología de las calles, sino también en el análisis que se hace del presente.
No hace falta demasiado para comprender el porqué de la recomendación “Kiev, luego Lviv” que tanto se repite al preguntar por el mejor camino desde Odessa a la ciudad más importante de la Ucrania nacionalista. “Es más largo, pero la carretera es buena”, explica varias veces quien espera que el coche de alquiler llegue en condiciones a la ciudad de destino. Vistas las reticencias, trata de explicarse. “Es de tiempos de Ya…”. A punto de pronunciar el nombre del expresidente, retrocede justo a tiempo para explicar que es “de cuando tuvimos la Euro 2012, es la carretera a Polonia. Es buena”. El estado de las carreteras no es la única preocupación: “Por favor, hagan lo que hagan, no crucen la frontera de Crimea o de la región de Donetsk o Lugansk”, insiste al entregar un papel en el que firmar exactamente eso. “Pueden ir a la guerra, pero no con nuestro coche”, repite.
Al otro lado de esa ruta infame, en la que los arreglos parecen esporádicos y limitados a tramos de alrededor de un kilómetro, se encuentra Vinnitsa. Plagada de carteles de “Legión Svoboda” en sus calles de aspecto soviético, la ciudad marca una primera frontera entre dos zonas perfectamente diferenciadas del país. Los carteles publicitarios van dejando paso a la temática política, siempre nacionalista, y el ucraniano toma el lugar del ruso como idioma principal hasta convertirse prácticamente en el único idioma presente en las calles en Lviv.
Un monumento a los caídos en la segunda guerra mundial preside las plazas de cada una de las localidades de los alrededores de Vinnitsa. El altísimo número de víctimas recuerda la dureza de la guerra en esta zona. El perfecto estado de esos monumentos recuerda también el respeto de la población a quienes dieron su vida en la lucha contra la Alemania Nazi. Quizá por eso, el azul y el amarillo siguen dominando la decoración de la zona, frente al rojo y negro, colores de las organizaciones nacionalistas ucranianas de mediados del siglo XX, que progresivamente van ganando presencia en dirección a Lviv.
No han desaparecido del memorial de Vinnitsa, como no han desaparecido tampoco en las localidades de la zona, los símbolos soviéticos. La segunda guerra mundial sigue siendo, por ahora, la Gran Guerra Patria (1941-1945) y no la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), como han ordenado el nuevo guardián de la memoria ucraniana Volodymyr Viatrovych y las leyes aprobadas en la Rada ucraniana el pasado abril. Miles de nombres de soldados del Ejército Rojo caídos en la batalla por la liberación de la zona rodean las tumbas de líderes comunistas, héroes de la primera guerra mundial y de la guerra civil e importantes figuras de la época soviética en el memorial situado en una de las plazas centrales de Vinnitsa. Junto al parque, un mosaico descuidado contiene todos los símbolos prohibidos por la ley o rechazados como signos de otra época: la imagen de Lenin, la hoz y el martillo o la cinta de San Jorge.
Pero la nueva realidad y los héroes de la guerra actual comienzan a mezclarse con los héroes de guerras pasadas. A escasos metros de las grandes esculturas de los soldados del Ejército Rojo, un monumento con la forma del escudo ucraniano recuerda que el país vuelve a estar en guerra. Una mujer se acerca para, en perfecto castellano, explicar el significado de esa escultura que choca con la sobriedad de los demás símbolos presentes en el lugar.
Pese a lo que pudiera parecer, no se trata de un halcón descendiendo sobre los campos de trigo sino una paloma en busca de la paz. Esa es, al menos, la versión oficial. Puede que ese símbolo, una paloma de la paz a punto de chocar contra el asfalto, sea la mejor metáfora de la situación actual del país. La placa alaba a los héroes de la operación antiterrorista, la guerra no declarada del Gobierno Poroshenko-Yatseniuk contra la rebelión de Donbass.
El verdadero memorial a los héroes locales de la zona ATO se encuentra, sin embargo, en otra zona de la ciudad, junto a la oficina de reclutamiento y el local en el que voluntarios recaudan fondos para los batallones voluntarios. Decenas de soldados de diferentes batallones se concentran en la zona preparándose para un acto.
“Donbass está perdido para Ucrania”
La frialdad del monumento oficial a los héroes de la operación antiterrorista contrasta con este lugar, donde familiares y amigos colocan flores y símbolos ucranianos junto a las fotografías de los héroes locales caídos en la guerra. Algunas de esas fotografías son recientes, de los últimos días, explica Serhiy, un soldado del ejército ucraniano que se acerca a responder las preguntas de los únicos extranjeros en el lugar.
“Rusia es nuestro enemigo”, afirma nada más acercarse. Es la segunda semana de agosto, cuando el número de ataques de uno y otro lado había decaído considerablemente antes de la reciente intensificación de la violencia. Aun así, “no podemos dejar de disparar”, explica, argumentando que los separatistas utilizan hospitales y otra infraestructura civil para almacenar sus armas. Vienen a la memoria las imágenes del hospital de Debaltsevo, destrozado y cubierto de restos de armas abandonadas por las fuerzas ucranianas en su huida de la ciudad. O la imagen de un soldado ucraniano disparando desde la clase de un colegio en Uglegorsk unas semanas antes.
Ucrania no puede dejar de disparar, admite, pero el riesgo de disparar contra civiles ya no existe. “Antes sí, pero ahora los civiles de esas zonas se han marchado”. La escasa información mostrada por las televisiones ucranianas sobre la situación en las ciudades de Donbass no es excusa para creer, o para querer creer, que no queda población en Gorlovka, Donetsk o Lugansk, pero esa es la visión de la guerra que se ha generalizado en esa zona del país.
El discurso de Serhiy se aleja progresivamente de la versión oficial ucraniana, la de la invasión rusa y la operación antiterrorista, para acercarse más al punto de vista de Ucrania occidental y a la visión que, desde allí, se tiene del este del país. Pese al evidente resentimiento contra Rusia, a quien, como muchos allí, culpa de la actual guerra, no hay en su discurso acusaciones de invasión, agresión militar o envío de tropas. Es más, al hablar del porqué el número de bajas entre los rebeldes debe de ser más alto que en el ejército ucraniano, el soldado argumenta que “aceptan a cualquiera, aunque no tengan experiencia militar”, afirmación que contrasta con la repetida idea de que el ejército ucraniano se enfrenta al ejército regular ruso en Donbass.
Su visión de la guerra tiene en cuenta los aspectos culturales, tan olvidados por quienes tratan de simplificar al máximo el conflicto, y la identidad cultural de Donbass, tan diferente a la de otras zonas de Ucrania. Solo así puede comprenderse una guerra entre hermanos, entre grupos de población que no se diferencian más que en el aspecto cultural. Esa es la verdadera guerra de Ucrania, una que va mucho más allá de los límites territoriales de las Repúblicas Populares o de las acciones militares, una guerra que puede no acabar nunca, especialmente porque las autoridades ucranianas tratan de evitar a toda costa enfrentarse a la idea de que una parte del país no comparte su idea de lo que es Ucrania. “It won’t”, no acabará, repite constantemente Serhiy ante cualquier pregunta sobre cómo o cuándo acabará esa guerra.
En nada se diferencian las pequeñas viviendas unifamiliares de los pueblos de Ucrania occidental de los que el ejército ucraniano bombardea a diario en Donbass, igual que no hay diferencia entre los barrios residenciales, grandes bloques soviéticos rodeados de árboles, de uno y otro lado de la línea del frente. Pero, a pesar de los intentos del Gobierno de admitir que la brecha existe, quienes han luchado en Donbass admiten la importancia de las diferencias culturales entre una y otra parte del país.
“Son ucranianos, pero creen que son rusos. Quieren ser rusos, no quieren ser ucranianos”, dice Serhiy, comparando la situación en Donbass con la de Cataluña. “Pero no son otra nación. La Federación Rusa les ha dicho que no son ucranianos y lo creen. Durante 300 años, Rusia les ha dicho que no son ucranianos”, argumenta para justificar esa división que se presenta como un problema heredado del Imperio Ruso y de la Unión Soviética. El hecho de que algunos territorios, Donbass entre ellos, ni siquiera fueran parte de Ucrania hasta la Unión Soviética parece haberse olvidado en esta versión de la historia, tan común en la Ucrania actual.
Ese aspecto histórico que trata de explicar la diferencia entre los ucranianos del oeste y ucranianos del este tampoco exculpa a la Rusia actual. La situación en Donbass permite a Rusia, según esta teoría, controlar parte de las decisiones políticas de Ucrania. “No podemos dejar Donbass, pero tampoco podemos recuperarlo. Tienen mucha gente, tienen muchas armas”, afirma aunque evita criticar la preparación del ejército ucraniano.
El respeto al ejército y a los batallones voluntarios, héroes de esta guerra, es notablemente superior al que se muestra por los representantes políticos. Sorprende no ver propaganda alguna de los partidos de Poroshenko o Yatseniuk, mientras que los carteles de Svoboda cubren cada valla publicitaria de la larga calle que une el centro administrativo de la ciudad con la estación del tren. Las últimas encuestas ya advertían de la bajada de popularidad del presidente y del primer ministro, algo evidente en cualquier conversación sobre la guerra y, especialmente, sobre la paz.
Desde Artyomovsk, Serhiy fue testigo de la retirada ucraniana de Debaltsevo, batalla de la que evita hablar. “Nos retiramos de Debaltsevo porque Poroshenko quería solucionar el problema de forma pacífica, en Minsk”, afirma frunciendo el ceño nada más pronunciar el nombre del presidente. “Pero no se puede, porque todo lo que dicen los políticos rusos es mentira”, insiste.
El número de fotografías en estos homenajes improvisados aumenta cada día en muchas ciudades del oeste de Ucrania, pero no parece hacerlo la preocupación por los ucranianos del otro extremo del país. Sin esperanza de una victoria militar, Serhiy sorprende con su afirmación más extrema. “Donbass está perdido para Ucrania. Esa gente que está allí solo cambiará de opinión si se mueren de hambre. No pueden comer carbón. Allí hay muchas minas de carbón. Puede que la gente solo quiera ser ucraniana si pasan hambre”, dice, perfectamente consciente de que Rusia no puede permitir tal cosa y olvidando que matar a Donbass de hambre sería también matar a Ucrania de frío.
Al despedirse, Serhiy nos recomienda buscar distintas opiniones, diferentes puntos de vista, para crear nuestra propia visión del conflicto, demostrando así que lo radical de algunas de sus afirmaciones no son más que el reflejo del entorno en el que se producen.
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